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Cultura y Ciudadanía

¿Qué implica experimentar en la ciudad?

26 de abril de 2023

Susana Velasco

Universidad Politécnica de Madrid

Algunas cosas que aprendimos acerca de esta crisis mundial y sus diferentes escalas: que la economía global puede pararse de un plumazo, no tiene las inercias que le imaginábamos; que nuestras casas son muros mal pensados para una vida que merezca la pena; que fuera de esos muros el kilómetro o dos que apenas rozamos son fragmentos de un jardín planetario… Por un momento pensemos en cómo otra arquitectura, hecha desde nuestros cuerpos, podría intensificar la experiencia de habitar estas diferentes capas de lo vivo, en cómo la acción de construir puede ser una palanca de reapropiación…

No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema

Esta frase, proyectada sobre un edificio de Santiago de Chile en octubre del 2019 durante la revuelta de las calles, resume un deseo que meses después, y en medio de la actual crisis sanitaria, parece prender de un modo generalizado en los imaginarios colectivos.

La extensión de la pandemia a todo el planeta y a todos los ámbitos de la vida ha funcionando como un pequeño colapso que se ha sentido en diferentes sociedades al mismo tiempo. Viniendo de un momento en el que el tema de fondo era un amenazante pero silencioso cambio climático, la llegada del virus ha facilitado que incluso el primer mundo tenga la sensación palpable de que “todo puede venirse abajo de un día para otro”. La interrupción casi total de esa anormalidad en bucle que es nuestra vida (trabajo, consumo, escuela, desplazamientos) trajo una extraña mezcla de temor y esperanza, en la que parecía posible eso que venían reclamando numerosas voces: la necesidad urgente de “inventar nuevas maneras de habitar en la tierra”. Y a pequeña escala en cada casa no hubo más remedio que reorganizar la vida de un modo práctico pero también simbólico. Obligados a localizarnos en unas coordenadas fijas durante casi varios meses, resulta que el espacio ha irrumpido en nuestras vidas de forma muy concreta. Hemos sentido el espacio “entre” los cuerpos, el que nos separa y nos une a los demás, siendo además conscientes del volumen de nuestra respiración o del rastro que dejamos al andar. Paradójicamente el distanciamiento consiguió lo que no habían hecho décadas de lucha ecologista; que nos hayamos visualizado como cuerpos —frágiles y radicalmente interdependientes— formando parte de una cadena de escalas desde lo micro de los virus y bacterias a lo macro del territorio y del clima.

Una idea matriz: la arquitectura está siempre en medio

Imaginemos cómo en medio de la cadena de escalas que habitamos, el lugar propio de aquello que llamamos arquitectura ocupa siempre una zona entremedias de todo lo que existe. Desde esa posición la arquitectura se ve afectada, de una parte, por los cuerpos que la construyen y habitan y; de otra, por el territorio en el que se asienta. Bajo este enfoque “hacer arquitectura” podría entenderse como una práctica de mediación entre distintos agentes y materias: entre la intemperie y el interior protegido, o entre lo publico y lo privado, pero también entre los materiales en bruto y su estado conformado, entre habitantes y constructores, incluso entre lo imaginado y lo posible.

En los diagramas adjuntos se muestra cómo dicha zona de mediación es un espacio atravesado por flujos y significados —medioambientales como sociales o culturales—. Esos flujos pueden ser visualizados como flechas que transportan información entre el interior y el exterior, y van imprimiendo formas y huellas de todo tipo en la forma que materializa la arquitectura. Muchas de esas huellas han resultado a menudo involuntarias, incontroladas o difíciles de interpretar, pero nos señalan que la arquitectura posee una potencia por redescubrir: hacer visible —y operativa— la profunda interdependencia de todo lo que nos rodea y conforma. Es su capacidad para efectuar transiciones entre escalas lo que puede hacer de la arquitectura una herramienta clave que nos permita visualizarnos y establecer otros tipos de relación con el territorio y el clima, siendo además la acción de construir, un momento privilegiado donde se entretejen y colaboran los cuerpos entre sí y con otras materias.

¿Cómo sería una arquitectura que facilitara los espacios de transición y los espaciara? 

Son precisamente esas estancias intermedias entre el llamado espacio público y el privado las que tanto estamos echando en falta durante la pandemia y sus confinamientos. Quizá durante este tiempo hayamos sentido el deseo de perforar muros cegados en nuestra casa o de estirar espacios donde encontrarnos a pie de calle. Espacios que, además, hicieran posible sacar de la “trastienda” actividades ocultas e infravaloradas (y a cargo de mujeres 1) como son cocinar, lavar y cuidar, u otras que hace tiempo que “externalizamos” fuera de nuestro alcance en nombre de una idea de progreso. Actividades que son el verdadero tejido de la vida, a saber: construir, recolectar, cultivar, fabricar, tejer, trazar, dibujar, tomar el aire, hablar, aprender juntxs, inventar historias…

Por diferentes motivos —algunos forzosos, y que vendrán con la crisis energética— estamos entrando en una ola de reapropiación de saberes. Recuperemos también de esa escala intermedia propia de la arquitectura que, habiendo funcionado en tantas ocasiones para someter cuerpos, tiene también la capacidad opuesta de amplificarlos, de extender sus sentidos más allá de sí mismos intensificando la experiencia que hacen del mundo.

Las potencias del construir juntos

Más que los arquitectos, quienes más intensamente han explorado las potencias de la arquitectura y del construir, han sido quizá ciertos movimientos sociales. Uno de los movimientos que abrió la espita de esta última ola se produjo en el 2010 en muchos lugares de Francia como protesta contra una ley que buscaba limitar las formas de hábitat “fuera de la norma”. Lo interesante de este movimiento contra la ley Loppsi 22 fue que en medio de las manifestaciones se montaban pequeñas arquitecturas como símbolo de la autonomía que esta ley trataba de erradicar, situando la cuestión de la autonomía constructiva en el centro del debate. De estas protestas salieron imágenes cargadas de fuerza poética, como aquel grafiti escrito sobre una precaria construcción que decía “Cabanes en lutte”, dando a ver que la arquitectura misma es una herramienta de lucha. Este impulso es el que también está recorriendo el fenómeno de las ZAD (zonas-a-defender); campamentos que ocupan territorios sobre los que hay planificadas ciertas infraestructuras. La más conocida es la ZAD de Notre-Dame-des-Landes; una ocupación de tierras con gran valor ecológico que ha logrado hacerse con un buen apoyo social e intelectual evitando la construcción de un aeropuerto. Las ZAD se han reapropiado de las herramientas de la arquitectura y de su capacidad para hacer mundo. Sus construcciones —demolidas sistemáticamente por la policía— son consideradas cabañas de combate y al mismo tiempo en su encuentro con el territorio singular no olvidan nunca su capacidad poética. Quizá la característica más singular de las ZAD es que son lugares donde se concitan gentes de todo el globo alrededor de una problemática local —ya sea un bosque o una plaza a punto de ser gentrificada— dando lugar a verdaderos lugares de experimentación de formas de vida.

Son lo más parecido que tenemos en Europa a los movimientos indígenas. Diríase que estos son nuestros indígenas: comunidades que arraigan fuertemente en lo local y que están formadas a partir de fragmentos dispersos —gentes de aquí y allá—, tejidos en la relación transitiva que existe entre habitar, construir y luchar.

Estos y otros “agujeros” que le han salido al orden global han aparecido también en la ciudad y, junto con los anteriores, funcionan como fuente de imaginarios que prueban que otros modos de vida son, no solo posibles, sino incluso deseables. Entre sus imágenes hay algunas muy potentes, como las “polis autónomas” que se levantaron en la plaza Tahrir, o en la acampada del 15M en la Puerta del Sol en Madrid; lugares donde se pudo ver claramente la relación de ajuste entre una fuerza colectiva y su modo de tomar forma. En aquel campamento cambiante de Sol, a base de lonas y cuerdas tensadas, se produjo una correspondencia que no siempre es fácil: fundir el gesto físico de construir con el gesto político que se pone en marcha.

Esta constelación de acciones germinales que ha recorrido el planeta va más allá de sus lugares concretos apelando a nuestro deseo. Funcionan como llamamientos en un tiempo en el que aceleradamente vamos perdiendo capacidad de establecer vínculos con los demás cuerpos y con el territorio que habitamos.

Hacia una arquitectura comunal

¿Qué pasaría si escucháramos el eco de aquellas experiencias germinales? ¿Qué nos cuentan sobre la fabricación de un tejido común, incluso en lugares donde todo parece perdido? Parece que nos dijeran que cada territorio, que cada fragmento de la superficie de la tierra, guarda la posibilidad de activar en él lo común.

Este fue el punto de partida de una obra propia en la que me gustaría aterrizar. El Pequeño Museo de lo Comunal es una arquitectura “menor”, hecha de madera y barro que se posa sobre los muros y terrenos comunales abandonados del pueblo de Almonaster la Real (Huelva, España). En este proyecto la arquitectura y su contenido forman parte del mismo gesto: rescatar del pasado un imaginario de lo común. La acción de leer el territorio y ensamblar materiales —lo individual y lo colectivo, lo humano y lo no humano— fue aquí la matriz del proyecto. Con los habitantes y partiendo de sus propias casas y archivos fuimos dando forma a una colección heterogénea de objetos etnográficos, fotografías, dibujos y documentos que daba cuenta de una sensibilidad de lo común en el pueblo: formas de organización colectiva, sociedades, círculos obreros, o comedores populares; también fotografías de antiguas casas comunales o el registro de las asociaciones que había a principios del siglo XX y que luego la dictadura franquista se llevó por delante. Al final de un largo proceso de recomposición —y reinvención— de esa memoria perdida llegó el momento de construir un lugar de encuentro en el corazón de aquellas tierras comunales olvidadas. Logramos organizar una cesión del derecho de uso de una parte del terreno y con nuestros cuerpos fuimos dando forma al pequeño museo en un acto ritual y festivo. Lo que estaba allí en juego era encontrar la capacidad de la arquitectura para crear vínculo entre todo lo vivo.

Este proyecto fue un germen que se prolongó después en formas distintas; en una de ellas se introdujo la acción de levantar otro pequeño museo al interior de un gran museo en la ciudad de León. En esta última obra, llamada A partir de fragmentos dispersos, la arquitectura se muestra como un gesto mediador, y aspira a ser una invitación a que cada territorio recomponga y escriba de nuevo su historia, haciendo nuestra aquella bella idea traída por Walter Benjamin, la de rescatar pasados que iluminen el presente, leyendo en ellos futuros que no llegaron a advenir.

Entre esos pasados que puedan ser hoy iluminaciones hay una visión de Fra Angelico que bien puede concluir nuestro recorrido, se trata de una tabla en donde se presenta a los eremitas en la Tebaida3.Un paisaje panorámico nos muestra las laderas de unmonte pobladas de pequeñas arquitecturas atravesadas por algo así como un impulso común. Los llamados “padres del desierto” habitan el territorio y se entregan a sencillas tareas como la charla y la lectura. Acercándonos vemos cómo ordeñan a una cierva o dan la mano a un osezno. Los animales, los humanos y los acontecimientos de la naturaleza comparten un mismo escenario. Hay en esta pintura un ensayo gráfico sobre la igualdad, y esa propuesta parece interpelar nuestro presente. Estos anacoretas habitan su soledad en mutua compañía y los diversos elementos de la escena han encontrado modos de acompañarse. Al igual que en anteriores ejemplos es la dimensión minorada de la arquitectura lo que permite aquí establecer sintonías entre los cuerpos y el territorio. Es precisamente esta potencia de “lo menor” y de “lo común” desde donde cuerpos, arquitectura y territorio se co-relacionan y co-producen; dos claves para comprender muchas de las formas de hacer arquitectura que hoy se están dando en los márgenes, y también de aquellas que podamos llegar a practicar.

*Estos trabajos se desarrollan de un modo más extenso en un libro monográfico “A partir de fragmentos dispersos: arquitecturas de mediación entre el cuerpo y el paisaje” publicado por el MUSAC (Museo de arte contemporáneo de León) en 2018.


Este artículo forma parte del ciclo de conversatorios ¿Qué implica experimentar la ciudad? realizados como parte del proyecto en red Experimenta Ciudad difundidos de manera virtual entre los meses de octubre y noviembre de 2020 con la coordinación de Grigri Projects.


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